De qué barranco,
la fuerza de tu sexo,
de qué montaña
que arpegia mis heridas
silvestres,
de qué cauce, de
qué río inundado de lava
la desolada entrega de tus
manos.
Tu piel, placeta de la luna,
repujada de conchas marinas
y mares remotos.
Por las riberas del agua
crece libre tu estatua,
salpicada de verdes juncos
y lirios azulones.
El aire discurre suave por
tu talle
y se hace transparencia,
oro de torre,
veleta estremida como un
rayo lacerante
por el viento, siempre el
viento que espejea
las aguas del desnudo de
tus senos.
Por los meandros sinuosos
de la noche
por los surcos abiertos
en tu esfera
por las rendijas oscuras
de tu boca.
¿Por dónde
te busco, por dónde?
En las esquinas oblicuas
de tus piernas,
en las azules luces que
irradian tus ojos,
en el agua fina de la lluvia
¡siempre la lluvia!
que se destila lenta y silenciosa
como un licor reconcentrado.
El sol de octubre ilumina
el desnudo rosáceo
de tu olivo,
la fábrica misma
de tu cuerpo.
Una luciérnaga nocturna
derrama
una luz azul y verde y amarilla.
Relumbra como un faro en
un puerto,
intermitente
y levanta su lengua viva
sobre las arenas imantadas
de una playa emergente y
novísima.