Salga
del juicio condenado, y su deprecación inútil sea.
Acórtense
sus días, ocupe otro su oficio.
(Salmos
108. 7,8)
Puestas en orden las pocas cosas que la debilidad y la incuria, consecuentes a mi extraña enfermedad, no se han llevado de mi despacho en estos últimos meses, debo descargar mi espíritu en una última confesión pública y contar los sucesos que, a la postre, me han traído al estado en que me hallo, tan próximo a la muerte. Sé que cuando el Notario lea en voz alta estas últimas líneas ante los nuevos dueños de lo que abandono (y que, aburridos e impacientes, estarán deseando salir cuanto antes de su despacho), algunos pondrán en duda la veracidad de lo que aquí cuento; pero eso no me importa, pues confieso para aliviar mi alma antes del Último Juicio y para nada más.
Demasiado tarde he comprendido la insignificancia del dinero, el éxito,
el prestigio profesional, el aspecto exterior, todo aquello por lo que
luché dejando en la cuneta compañeros y amigos, y despreciando
el amor; demasiado tarde he comprendido que mi vida ha transcurrido en
la oscuridad de la que ya nunca veré amanecer.
Fue al comienzo del invierno pasado, cuando los periódicos publicaron la noticia de que Isidoro Trabancos había aparecido muerto a causa de una sobredosis junto a su última víctima; a su lado, encima de un trípode, la cámara de video con la que, como en las cuatro ocasiones anteriores (esto se supo más tarde), había filmado su crimen. El argumento de la macabra película, a simple vista, parecía ser el de siempre: la joven había sido violada reiteradamente mientras moría asfixiada con alguna parte de su ropa, y su cuerpo, aún sin identificar, estaba desnudo y lleno de pequeñas mutilaciones. El horrible hallazgo aclaraba y ponía fin a un largo culebrón judicial, del que Trabancos siempre había salido indemne. La noticia me conturbó, pues pocos días antes, contra cualquier previsión razonable, yo había conseguido que ese presunto narcotraficante y camello relacionado con el clan de Corcubión (la familia Cedeira), y presunto asesino en serie, fuese absuelto de un delito de homicidio por falta de pruebas y puesto finalmente en la calle tras siete meses de prisión provisional. No había sido fácil; tuve que usar todos los resortes a mi alcance y explotar al máximo mis habilidades: testigos comprados; policías que extraviaban unas pruebas y contaminaban otras; funcionarios judiciales que manoseaban los expedientes con negligencia calculada; mi contacto de oro en el Instituto Nacional de Toxicología; y la ayuda de los Cedeira para cerrar algunas bocas (como la de Xoán Sagrelos, cuyo cadaver fue hallado en una playa del sur de Francia, tras haber desaparecido dos meses antes mientras cogía percebes en Ribadeo)... Y todo aquello, que había costado una fortuna, de repente se había ido por el retrete. No era por el dinero, pues se habían pagado todos los servicios con creces y yo, por mover los hilos necesarios, había obtenido una buena compensación con una importante cuota de opacidad fiscal. Ni tampoco importaba el tiempo perdido, aunque me tocó aguantar muchas horas de relatos grotescos y sangrientos de mi narcisista cliente, que al principio (pero sólo al principio) me costaron algunas noches de insomnio. Lo malo era el efecto de rebote. ¡Cuánta fama me había dado aquello! ¡Cuántos titulares con mi foto al lado! Esta vez no había tenido que ir yo a buscar a los periodistas para revelarles secretos de sumario a cambio de un poco de publicidad gratuita, eran ellos los que me perseguían mendigando unas migajas de información, que yo repartía según debía favores; fui foto de portada en una revista y hasta en programas de televisión se cotizaba mi presencia. Y ahora el boomerang venía directo a mi cabeza: el pico chungo de aquella alimaña descerebrada podía tornar al mejor penalista de esta ciudad en una mierda de Abogado corrupto, corresponsable indirecto de su último crimen.
Se hacía necesario desaparecer unos días, esperar a que se
calmara la tormenta, dejar el despacho a pasantes y colaboradores y desconectar
el teléfono portátil. Huir, huir de la conciencia pública
y de las conciencias privadas (la mía ya no tenía ganas de
decir nada a estas alturas). Buscar el refugio pétreo de mi casa
en el Pirineo, quemar en la pira de su antigua chimenea a las brujas de
Macbeth y dejar el remordimiento para los débiles de espíritu.
Al salir de Zaragoza paré para llenar el depósito del todoterreno, como siempre, en la gasolinera que hay frente a la Academia General Militar; a las cuatro y media de la tarde ya oscurecía, casi no había tráfico, y el viento me traía noticias de la balsámica soledad que me esperaba. Entonces surgió de improviso, por detrás de mí: antes de que pudiese cerrar la puerta del coche, se acercó y con la alegre insolencia de sus veintidós años me preguntó si iba en dirección a Sabiñánigo; le contesté que sí, que me dirigía a Gillué, donde tenía una casa, y que la podía llevar. Intercambiamos un saludo protocolario informándonos mutuamente de nuestros nombres de pila, Luis y Beatriz, adelantó su mano (no acercó su cara, lo que interpreté como una muestra de pudor) y, al seguir sus reglas estrechándosela con delicadeza, pude percibir que una vibración de mariposa pasaba de sus dedos a mi pulso. Me miraba fíjamente mientras me hablaba y yo sostenía su mirada a duras penas, pues su potente atractivo tiraba de mis ojos hacia el resto de su cuerpo. Por fin pude contemplarla cuando pasó por delante del Jeep para subir por la puerta de la derecha, y cuando se sentó a mi lado yo ya estaba convencido de que era la mujer más hermosa que había conocido nunca. ¿Cómo describirla y no ser mezquino con su infinita dulzura? ¿Cómo hablar de ella sin impregnar mi relato del intenso deseo que sentí y que ahora todavía me hace lamentar mi vida malgastada? ¿Cómo si el solo roce de mi voz empañaría su belleza? Todavía un poco aturdido por sentimientos ya casi olvidados, arranqué y enfilé la autovía en dirección al Monrepós. Inmediatamente mostró su extrañeza por la ubicación de mi casa, pues era conocedora de que Gillué está deshabitado. Entonces yo le hablé de mi fascinación por las casas y los pueblos abandonados, lugares en los que hubo gentes, voces, risas y llantos cuyos ecos me gustaba imaginar, vidas que se marcharon dejando rastros que aún se podían percibir en el silencio. Y empecé a enumerar los otros pueblos fantasmas que rodean Gillué: -Villobas, Solanilla, ... Villacampa, Molino de Escartín, ... Bescós de Guarga, Fablo ... Hice una pausa para recordar el resto y entonces ella terminó: -Secorún, Binueste, Cañardo y Santa María de Perula. Nuestras miradas se encontraron durante un intenso segundo antes de que la carretera reclamase nuevamente la mía, y comprendimos que teníamos enfrente nuestros respectivos destinos. Yo quería poner un disco y le pregunté cuál le apetecía oir, y fue la llave para abrir las ventanas del alma: comenzamos a hablar de música, de literatura, de sensibilidades y afectos, de sentimientos y emociones... Y poco a poco fuimos desgranando nuestras historias y tejiendo nuestro particular concierto para óboe y cuerda. Antes de alcanzar Huesca ya le había propuesto visitar mi casa, y ella había aceptado sonriendo benévolamente como si estuviera siguiendo un juego del que ya sabía el final. Pasado el embalse de Arguís pero antes de llegar a Lanave, giré a la derecha, en un desvío que da acceso a la pequeña y peligrosa carretera que, casi paralela al río Guarga, conduce primero a Ordovés y, tras atravesar el Puerto de Serrablo, llega hasta Boltaña. Al poco de transitarla pasé por alto el desvío del Molino de Villobas, situado a la izquierda, y más adelante dejé a la derecha los otros dos desvíos visibles: primero el de Lasaosa y San Esteban de Guarga y luego el de Aineto y Solanilla. Apenas un kilómetro después tomé, a la izquierda, la pista que conduce a Gillué.
Para entonces ya eramos dos cómplices acunados por los 220 caballos
de mi Grand Cherokee, que se balanceaba sweet chariot sobre la pista irregular,
mientras mi respiración se contenía a duras penas en los
nudos de mi estómago.
Gillué se mostró ante nuestros ojos como la sombra de un gigante muerto, antes de que los faros del coche lanzasen ráfagas destempladas sobre sus mudas paredes destapando la noche más intensa. Aparqué en la plaza, al lado de mi casa, situada al este, protegida por una torre defensiva del siglo XVI salpicada de aspilleras, que sobre su puerta de ingreso, de arco de medio punto, tiene insertos los restos de un escudo ya desaparecido (y más arriba un matacán), y que por lo demás sigue la estética de la arquitectura popular altoaragonesa: con su solanera, sus balconadas, una robusta chimenea y una gran corraliza de piedra para el ganado, ahora cerrada por una puerta de garage. Le ofrecí mostrarle el pueblo ayudado por una potente linterna, y primero nos acercamos a un gran edificio situado junto a la iglesia y alumbré su puerta de arco dovelado, sobre cuya clave se inserta un escudo sostenido por un angelote (dos leones rampantes apoyados en una rosa y, sobre éstos, sendos castillos); y también le mostré una ventana labrada con una inscripción alusiva a sus antiguos propietarios: ESTA CASA ES DE / IUSEPE VILLACAMPA. Después nos aproximamos a la iglesia, del siglo XVIII, sin darme cuenta de que hablaba como un guía: -una nave techada con bóvedas de lunetos y testero plano, en cuyo exterior se ubica su orgullosa torre. Sonrió y la animé a entrar para contemplar los restos de sus pinturas murales, pero al iluminar la inscripción que hay sobre el pórtico abovedado (indeomeotra/nsgrediarmuru), se quedó absorta mirándola y rehusó. Cruzó sus brazos sobre el pecho y me dijo que tenía frío, así que nos dirigimos a mi casa. Recuerdo que al franquear el desgastado umbral de piedra sentí sus manos sobre mi espalda, y que sin más rodeos nos entregamos el uno al otro con ansia dulce. Y que la amé desde las primeras caricias, y que me desarmé como nunca lo había hecho, y que ví el cielo en sus ojos zarcos. Y aunque aún quedan en mis labios los ecos de su delicado cuerpo, y en mi piel las huellas de sus labios tenues, debo decir que sólo con cinco sentidos no se podía leer toda su firme y fragante geografía. Pero aún vivo cómo luego, tras haber colmado nuestro deseo, no hubo tiempo para reflexionar, para paladear, para cerrar los ojos y oir los últimos susurros mezclados con el roce de las sábanas en los cuerpos conmovidos; cómo no hubo tiempo para oir el diálogo mudo de nuestro aliento; cómo la excitación insaciada desató sin tregua un segundo encuentro, en el que sus piernas como álamos hicieron presa de mí, y sus brazos y sus manos arrancaron de mi cuerpo desvalido los estremecimientos del placer. Fue entonces cuando Trabancos se hizo presente, cuando su espectro se materializó ante mis ojos vestido como el día de su expiración, víctima y victimario, camisa de seda blanca con los puños vueltos sobre el antebrazo y el ostentoso reloj parado en el día y la hora de su muerte; holograma de sí mismo, lívido, transparente pero perfectamente definible en todos sus detalles; con una horrenda expresión de alarma, abriendo desmesuradamente su boca y sus ojos hundidos en el pecado; parecía como si se ahogara, o más bien como si quisiera gritar, pero sin que nada rompiera el silencio. Levantó lentamente su mano derecha y señaló crispadamente hacia donde nosotros estábamos, su yugular mostruosamente hinchada. No puedo recordar cuánto tiempo duró su presencia, pero sí que un terror desconocido hasta entonces me traspasó como una flecha de viento frío; y que antes de que pudiera reaccionar para gritar, o llorar, o rezar, Beatriz se levantó y, con una mirada de indefinida preocupación, se interpuso entre nosotros como si no le viera y preguntó qué me pasaba, por qué me había quedado mudo e inmóvil: obviamente yo era víctima de una alucinación. La visión del claro y leve cuerpo desnudo de Beatriz, que brillaba reflejando la luna, reinició el funcionamiento de mi cerebro y devolvió la circulación de mis sentidos, que percibieron claramente cómo el fantasma se desvanecía igual que la voluta de humo de un cigarrillo. No sé por qué en ese momento volví mis ojos a los zócalos de la encendida chimenea, dos piedras que saqué de la iglesia en las que podía leerse facpeni/tentiam, ni por qué me quedé mirando su resplandor intensamente punzó, pero sí recuerdo que imaginé que se me abría la ventana del Infierno. Beatriz volvió sobre mí. Algo en sus manos desataba potencias ocultas que recorrían mi cuerpo, como el volcan que despierta y provoca el deshielo en zonas de nieves perpetuas. Podía oir la inusitada velocidad de mi sangre consumiendo oxígeno desaforadamente, mi columna vertebral se vaciaba, mi cabeza no pensaba, el instinto en ebullición me consumía. Alcancé el clímax una vez más pero sólo con fuerza, sin pasión, derrotando a un enemigo imaginario, gladiador sobreviviendo en lucha a muerte. Un extraño instinto de supervivencia me avisó de que necesitaba un respiro, beber al menos un poco de agua y tomar la apomorfina que guardaba para emergencias como ésa. Salí de la cama pero ella se levantó conmigo, se enganchó a mi cuello mordiéndome la oreja como un cachorro hambriento, frotando su cuerpo contra mi espalda, y consumamos otro asalto en el pasillo mientras mi vida se deshacía como una astilla de hielo en sus labios. Si hubiese estado en plenas facultades mentales me tendría que haber preguntado de dónde estábamos sacando energía, sobre todo de dónde la estaba sacando yo. Me esparcí sobre la cama como la fachada de un edificio demolido, rogando por que Beatriz quisiera fumar o darme un poco de conversación. Pero reptó hacia mí como una leona antes de lanzarse sobre su presa, barco suicida que se dirigiese rumbo a un faro que, sumido en la tempestad del fin del mundo, misteriosamente aún seguía en pie y encendido. Ya no había ternura, ni lujuria, ni siquiera mecánica ciega, era una auténtica agonía, una lucha por la vida. Ella me besaba con avaricia, abarcando toda mi boca con la suya, respirando mi aire como si se hubiese ahogado y necesitara tomarlo de mí; asía mi cabeza como una mantis, como si fuera a arrancármela durante el orgasmo y devorarla después.
¿Dónde refugiarme de esa tormenta que me azotaba el alma?
¿Dónde esconderme de ese ángel vengador si no había
sangre de cordero en mi puerta? ¿Cómo huir de ese atroz
Armagedón a dos voces? Perdí la noción del tiempo
y del espacio y mi vida pasó ante mis ojos como dicen que pasa cuando
uno va a morir, como luego la he vuelto a ver tantas veces en el hospital
y ahora en mi casa. Pero nunca he visto ninguna luz al final de la
oscuridad total, sino sólo unos ojos de Furia y los dientes de una
sonrisa diabólica.
Cuando desperté ya atardecía; intenté reponer fuerzas en la cocina pero mi organismo rechazaba todo alimento sólido. Beatriz se había marchado sin dejarme nada; no quedaba ni su olor, ni siquiera un cabello sobre la ropa revuelta de la cama. A duras penas pude conducir mi coche de vuelta a Zaragoza y dejarlo mal aparcado junto a la entrada de Urgencias de una clínica próxima a mi domicilio. El resto es conocido; mi decadencia física irrefrenable sin causas aparentes; la consiguiente ruina y liquidación de mi despacho; el fin de mi existencia sin dejar huella de mi paso por este mundo apenas cuatro décadas después de ver la luz.
Sólo una vez más volví a ver el rostro de Beatriz.
Fue al día siguiente, en la clínica, cuando los sedantes
me dieron permiso para leer el periódico y pude contemplar su fotografía
junto a los titulares de portada: IDENTIFICADA LA ÚLTIMA VÍCTIMA
DE ISIDORO TRABANCOS. Beatriz G. A. es el nombre de la joven que
apareció salvajemente asesinada junto al cadaver del conocido narcotraficante
y asesino.
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