Un año más, y con el significativo
seudónimo de Emily Brontë, nuestro compañero Luis Pedro
Gracieta Royo se ha llevado el premio de relato corto con su narración
"Eros y Tanatos", que reproducimos en la presente página. El accesit
correspondió al compañero Javier Hernández García
con su trabajo "Una mañana como tantas otras", que publicaremos
en el próximo número.
El Instituto Anatómico Forense cubría su doliente soledad con los negros velos de la compasión que la noche extendía. Nadie rompía su silencio interior de santuario saqueado salvo Laura Rivas, su Directora, quien antes de sacar el cajón número tres de la nevera leía por segunda vez, envuelta en la luz de neón sin puntos ni comas de la fría sala de autopsias, el informe que, sobre el cadáver que allí la esperaba, había elaborado su segundo. “En Zaragoza, a 14 de marzo de 2002. Ante SSª, y el Secretario Judicial del Juzgado de Instrucción número (tal) de Zaragoza, comparece el Médico Forense don José Luis Alonso de Pablos, quien en cumplimiento de la función encomendada ha procedido a realizar la autopsia al cadáver que ha sido identificado como: DESCONOCIDO, obteniendo los datos en los que se basa el presente INFORME DE AUTOPSIA. El cadáver ha sido hallado de forma casual en la orilla del río Huerva, parcialmente sumergido en el agua, en el paraje conocido como Ojo del Canal, a las 10’05 de hoy. Se trata de un varón, de entre 35 y 45 años de edad, 186-190 cm. de talla, tipología caucasiana, constitución normotipo (bla, bla, bla). Color de pelo castaño oscuro. No se pueden describir más signos de su rostro u ojos debido a la pérdida de parte de la masa muscular. Viste (bla, bla, bla) pantalones vaqueros y mocasines de suela de goma. No hay manchas de sangre en la ropa ni huellas aparentes de violencia. Signos particulares: ninguno. Fenómenos cadavéricos: enfriamiento corporal completo, músculos relajados, cuerpo en estado ácido, ligeramente hinchado, manchas verdes en los flancos, en el abdomen, y en brazos, piernas y cuello, sugestivo de que la muerte se produjo más de 48 horas antes de su hallazgo. Livor mortis intenso en espalda, compatible con fallecimiento en decúbito supino. Signos de patología natural: no se aprecia. Signos de patología violenta: no se aprecia; rostro no identificable debido a la acción de las alimañas. Se toman huellas dactilares de la mano izquierda para posible identificación; no se han podido tomar huellas de la mano derecha por avulsión muscular de dudosa etiología ya que se hallaba sumergida en el cauce del río, donde se han recuperado porciones de dermis y epidermis desprendidas de ella. Examen interno: Se realiza apertura del cuero cabelludo por técnica de Virchow apreciándose morfología craneal de aspecto (bla, bla, bla) cráneo íntegro sin signos de contusión; se realizan pruebas radiográficas de la zona para determinar la existencia y constatación de lesiones no aparentes (bla, bla, bla). Se realiza apertura de cráneo por técnica circular con los siguientes resultados (bla, bla, bla). Pulmones oscuros (bla, bla, bla). Se toma corazón, cuya apariencia macroscópica es normal, sin alteraciones reseñables (bla, bla, bla). Estómago (bla, bla, bla). Muestras toxicológicas: se recoge sangre y líquido de la vejiga para estudio de drogas de abuso; pulmón, corazón, estómago y cerebro en formol. Consideraciones médico forenses: ante la ausencia de otros datos y a la espera de los resultados microscópicos de las muestras, considero que la causa más probable de la muerte sea natural y repentina por parada cardiorespiratoria. Dado a las 22’30 horas del 14 de marzo de 2002, diez horas y diez minutos después del levantamiento del cadáver. De lo que se afirma y ratifica en presencia de SSª. De lo que el Secretario Judicial da fe.” La doctora Rivas arrastró hacia sí el metálico cajón y se le mostraron impúdicamente los restos cuidadosamente descuartizados de ese cadáver que provisionalmente no tenía nombre ni historia. Le bastaron diez minutos de observación para concluir que, tal y como le había dicho el Comisario Echaniz cuando la sacó de su casa a las once y media de la noche, el informe de su compañero Forense era superficial y hasta incorrecto (-Laura, no me creo lo de la muerte natural de ese hombre joven, culto y aficionado a los paseos por el campo que no lleva pastillas en los bolsillos; necesito saber con urgencia quién era y de qué ha muerto, antes de que el paso del tiempo lo archive en la carpeta de los casos no resueltos). Para empezar, las manchas verdes en los brazos y en el cuello indicaban que llevaba muerto más de cuatro días. Y además, el doctor Alonso no había buscado en la mano, en las uñas, en la ropa, restos de pelos, piel o fibras de tejidos que pudiesen dar pistas de una pelea o de un traslado; no había hecho un molde de la dentadura; no había analizado la saliva, no había solicitado análisis de ADN por si en el futuro fuere necesario; los colores del livor mortis, eran más intensos de lo normal y sugerían la presencia de algún veneno, sin embargo no había hecho una criba inicial disolviendo tejidos específicos en mezclas ácidas o alcalinas, ni mucho menos había preparado muestras para cromatografía de filtración por gel de sílice o de óxido de aluminio: era obvio que su colega tenía el diagnóstico escrito antes de examinar el cuerpo. La Directora, mientras revisaba las ropas y pertenencias del cadáver extendidas sobre una mesa, recordaba algunos comentarios del Comisario: aunque nadie había denunciado la desaparición de una persona de sus características, no se trataba de ningún mendigo o transeúnte. En los bolsillos llevaba un llavero de piel negra Mont-Blanc nuevo con seis llaves, y una de ellas de una puerta blindada; una cartera monedero pequeña con ochenta y siete euros en la que no había tarjetas de crédito ni carnés que pudieran identificarle, pañuelos de papel y una pequeña libreta con las tapas de hule azul llena de anotaciones personales (Laura comprobó que en realidad eran poemas, algunos a medio hacer y otros completamente terminados, escritos con elegante caligrafía) pero sin ningún nombre o dato que pudieran señalar alguna vía de investigación. La ropa y los zapatos eran de marca, igual que el reloj. Al rastrear la zona circundante no se encontró nada aparte de sus propias huellas, restos de vómito, y unos trozos de piel de la mano derecha enganchados en los juncos aguas abajo; todo inducía a pensar que estaba solo y que antes de morir su agonía fue corta. En cuanto a qué hacía en el Parque, puede que estuviera simplemente paseando, u observando plantas o pájaros, o buscando algo ... La primera tarea que se impuso la doctora Rivas fue la de restaurar la mano derecha para poder tomar sus huellas dactilares. Su piel se había reblandecido por la inmersión en el agua, e incluso en algunas zonas se había desprendido: no bastaría con inyectar glicerina o cera líquida en los dedos debajo de las articulaciones, así que procedió a montar dermis y epidermis sobre un guante quirúrgico relleno de silicona.
Después de tres horas y media de intenso y meticuloso montaje, había
logrado reconstruir prácticamente entera la palma de la mano sobre
el improvisado armazón flexible. La doctora Rivas, a pesar de los
vapores mefíticos tan familiares para ella, respiró hondo,
y con la sensación de que estaba haciendo un buen trabajo y cambiando
de registro como solía, se dirigió hacia las pertenencias
del cadáver, y tomó la libreta de hule y ojeó los
poemas, primero profesionalmente, intentando descubrir en ellos la pista
que los demás no habían visto, pero poco después los
acabó leyendo con verdadero interés personal: la obra más
que notable de aquél poeta troceado y anónimo le hablaba
de soledad, de amor no correspondido, de la muerte como alivio ... Y aunque
en algunos versos había anotaciones con sugerencias sobre palabras
y expresiones alternativas, e incluso rimas posibles para concluir las
estrofas, la mayoría se mostraron delicadamente terminados ante
sus ojos. Un soneto le llamó especialmente la atención
y hasta llegó a leer en voz alta su primer cuarteto:
Del cuadernito hizo para su uso personal unas fotocopias que guardó en el bolso, y se dispuso a preparar las muestras de tejidos corporales para acometer ella misma los análisis por cromatografía líquida de alta presión y espectrometría de masas; si eso no daba resultado estaba dispuesta incluso a utilizar la técnica de ensayo inmunológico. Decidió empezar por el corazón, que suele ser el testigo más fiable de las muertes repentinas, y al tomarlo con su mano derecha enguantada extendió el brazo en un gesto que le resultaba cómico: -¡Ay, pobre Yorick!- exclamó en voz alta, con ese negro sentido del humor que la ayudaba a soportar la presencia constante de la muerte en su vida. Pero tras escucharse a si misma, el silencio de la sala se hizo más profundo y pesado, ya no llegaba ningún ruido ni de las calles, ni de las máquinas encendidas, sólo el latir diagonal de su propio corazón que le golpeaba las sienes y el pecho hasta nublarle vista; Laura, casi ciega, dejó caer sobre la mesa la víscera que hasta entonces sostenía y que se había puesto a temblar al mismo ritmo de su alterado pulso . . . -Hipoglucemia-, se dijo tratando de no perder la calma, y salió al pasillo para sacar un café de la máquina. Aunque la noche agonizaba tras los cristales, el pasillo sin luces aún no tenía principio ni final, y sólo la grieta de luz que salía de la sala de autopsias permitía medir la distancia hasta la cafetera con las bombillas fundidas. El ruido de las monedas al caer que rebotó con estrépito geométrico en las paredes, la máquina que se estremeció furiosa al poner en marcha su mecanismo, el olor del café reseco en los vasos vacíos de la papelera, todo le resultaba insoportable; antes de tener el café en la mano sus latidos se aceleraron aún más, Laura sudaba, una idea había irrumpido en su cabeza con tanta violencia como el estallido de una botella al caer al suelo y un impulso irresistible la empujó hacia el cuerpo desnudo que yacía, mártir, sobre la cama de acero, a punto de desaparecer de toda historia humana. Tres cuartos de hora después, la doctora Rivas observaba con el microscopio electrónico una pequeña bola esférica que había extraído de la yugular a la altura de la cervical 4. Del tamaño de una cabeza de alfiler, estaba compuesta de una aleación de platino e iridio de tremenda dureza, resistente a la corrosión y casi imposible de detectar con rayos X; tenía dos pequeñísimos agujeros suficientemente grandes como para contener una diminuta dosis de veneno que se había disipado, y una ligera fisura longitudinal debajo de ellos la hacía parecer un monigote que sonriera diabólicamente. El extraño presagio le había permitido identificar el veneno incluso antes de confirmarlo con la primera prueba: dada la cantidad ínfima de la dosis y su efecto catastrófico, llegó a la conclusión de que la bola debía llevar ricino. -Sí, ricino, un agente potencial para la guerra bacteriológica quinientas veces más potente que el cianuro; es uno de los venenos más exóticos de todos, se extrae de la semilla de la planta del mismo nombre y actúa sobre los glóbulos rojos, obligándoles a coagular, antes de atacar a las otras células, causando fiebres muy altas y la muerte por paro cardíaco -le explicó entusiasmada a Echaniz cuando, a las siete de la mañana, le llamó por teléfono a su casa para contarle su descubrimiento-. No sé por qué, pero me asaltó el recuerdo de los búlgaros Markov y Kostov. Ambos fueron envenenados con ricino. ¿No te acuerdas? Giorgi Markov era un disidente búlgaro que trabajaba en el World Service de la BBC emitiendo boletines para su país natal, y una tarde de septiembre de 1978 fue atacado con un disparador oculto en un paraguas cuando esperaba el autobús en el puente de Waterloo; y Kostov, otro búlgaro disidente, había sido atacado de la misma forma hacía un año en París. ¿El disparo? Por la trayectoria de la herida yo diría que desde arriba, desde el puente, y apuntando al cuello. Cuando colgó el teléfono, Laura miró los restos de la caja metálica antes de devolverlos a la nevera y sonrió con complicidad: -Gracias por la información; ya sabemos cómo has muerto, ahora sólo falta saber quién eres.
Cuando salió a la calle el sol de la mañana acarició
su cara como una sábana limpia; el Anatómico Forense, que
se sacudía tras otra noche de hierro, se repoblaba e iniciaba su
actividad cotidiana, y Laura paró un taxi para irse a casa.
Durante el trayecto estaba absorta tratando de hallar una explicación racional a lo que había pasado ya que su materialismo científico no le permitía creer en los presentimientos (tal vez la sinapsis descubierta por Sherrington y Ramón y Cajal tenía más fuerza de la que se había podido medir, y se había producido una transmisión de información neuronal al hacer vibrar el corazón del muerto), cuando al pasar junto al despacho de Javier sus razonamientos se interrumpieron. Sin duda esa mañana Laura era peligrosamente vulnerable porque se entristeció al evocar su corta relación con él. Les había presentado una amiga común al salir de una conferencia en el Colegio de Abogados: -Laura, te presento a Javier Cámara, da clases de Criminología y Extranjería en la Escuela de Práctica Jurídica. Javier, ya conoces a Laura, la Catedrático de Medicina Legal y Forense más joven de España. Javier estaba casado, aunque su matrimonio se derrumbaba, y Laura mantenía el mismo noviazgo desde su época universitaria, aunque su pasión se había consumido antes de aprobar las oposiciones. Así que empezaron a llamarse, a quedar, a encontrarse con excusa del trabajo, siempre con cierta clandestinidad, nunca sin una coartada. No confesaban sus intenciones pero era evidente que jugaban a lo mismo. Laura encontró en Javier a la persona que había vuelto a hacerle sentir que tenía un alma, ya que de tanto no pensar en las de los cadáveres había olvidado la suya; y Javier, que, como Ulises, vivía en el destierro permanente y su verdadero hogar estaba en el pasado o en el cielo o en cualquier otra parte, y nunca sentía que estaba en su casa, veía en Laura la compañera que quería para su viaje. Una noche Javier no pudo contener su amor y besó a Laura en la boca; y lo hizo por sorpresa, con un gesto premeditado: le quitó las gafas para que ella cerrara los ojos y en ese momento mordió sus labios con tanta dulzura que a Laura le temblaron las piernas y notó vibrar la sangre en su interior, y se desbordó todo el calor de su cintura como ya no recordaba cuando le rozó el pecho, y se abandonó sin atreverse a abrir los ojos sintiendo que Javier era la luna que dominaba sus mareas. -Mírame, -le dijo Javier-, no me prives de tu mirada ni un solo día, y mírame mirarte y dime si has visto más amor alguna vez que el que ves en mis ojos cuando te miro. Y Laura se dejó besar otra vez, como un pájaro recién nacido todo boca en un único deseo, esperando el paraíso, porque nadie le había hablado nunca así. Cuando se despidieron Laura se mostró insegura, indecisa, erizada con todas las armas de la culpa, así que Javier la provocó enviándole un ramo con diecisiete rosas rojas a su despacho del Anatómico Forense esperando romper sus vacilaciones. Ella ni siquiera llegó a abrir el sobre con la dedicatoria y le llamó por teléfono furiosa -He recibido tu ramo ¿¡qué significa!? ¡Me has puesto en evidencia delante de todo el mundo! ¡No se te ocurra volver a verme, ni a llamarme siquiera!. -Lo siento, yo sólo quería ... Es lo último que oyó antes de colgar sin dejarle acabar. La jugada le salió mal a Javier y perdió en ella todo lo que tenía, lo único que no podía arriesgar, el amor, la carta a la que había apostado todo.
Desde entonces habían pasado ocho meses.
Por qué dejó a Javier, se preguntaba ¿Acaso porque no se sentía capaz de sustituir a la esposa de la que se estaba separando? ¿O acaso porque ella misma se sentía más segura en la comodidad rutinaria de su novio-de-toda-la-vida? Aquel goce le llegó del cielo, lo tomó durante unos días, se la llevó para siempre y luego se desvaneció en su miedo: todo estaba perdido; y en torno a ella la vida que se había construido y que la encerraba. Los remordimientos la atenazaban como una enredadera que perforaba sus entrañas cuando llegó a su casa, y lloró por la historia que no había existido y se sintió deshabitada. Reconoció lo que aún no conocía, aquello que no sabía expresar debido a la desproporción de las palabras, de su insignificancia ante la enormidad del dolor. Y tomó una decisión.
Ya no podría dormir a pesar de la noche en vela, así que
preparó café y se fue al salón con la intención
de relajarse escuchando a Pachelbel. Sentada en el sofá su
mirada se dirigía irresistible hacia las diecisiete rosas rojas,
delicadamente secas, que reinaban sobre la mesa de comedor, mientras pensaba
qué palabras le diría a Javier por la tarde cuando le llamara
para pedirle perdón (recordó que fue valiente alguna vez).
Llegó un momento en que no pudo contener su ansiedad y se levantó,
olió el ramo como si lo acabara de recibir y rasgó el sobre
que desde hacía ocho meses se escondía virgen entre los rígidos
tallos, sacó de él un papelito doblado en el que había
un poema manuscrito y al terminar de leer el tercer verso se desmayó:
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